La tribulación de Don Marcos y don Marquito, fue una vela en la Artefactoria, o sea trataba acerca de la muerte y su constante asedio. Se repartió café, se jugó desmoche, se bebió guaro lija. Se cantaron las canciones de los angeles negros, se contaron chistes de Quevedo. El ataúd estaba pintado en el all-over típico de Denis entonces. Era como que estaba enterrando toda una etapa o una obsesión. La más oscura de todas las instalaciones.
Acabábamos de regresar del viaje a Preston y David había quedado atrapado con la obra de Rebecca Horn. La locura/la angustia en aquellas salas del museo. Los locos y locas de Chontales solo se pegaron. Estaban al centro zarandeándose como sábanas o banderas. La noche de la inauguración Juan Bautista Juarez apareció saltando encima de las baladas de Alci Acosta. La cantina se volvía galería de arte. Después derramó la sangre sobre el piso y se hizo un charco con una forma extraña.
Una de las tantísimas exposiciones acerca de nuestro ambiguo y desconocido poeta y héroe nacional Rubén Darío, en la Artefactoría, 1996. El afiche de la muestra publicado en El Nuevo Diario molestó a Pablo Antonio Cuadra, que lo veía como una afrenta a Rubén, por haberle encajado el sombrero de Sandino. Pero qué va. Venimos de ese chacuatol. Aquí no hay pureza en nada.
La instalación de Juan Bautista Juárez (Juancito) fue una inmensa pintura que envolvió uno de los cuartos de la Artefactoria. Al penetrar en el recinto oscuro aparecían proyectados sobre la pared una serie de retratos de Rubén Darío. Recuerdo los de Schiaffino y Guayasamín, éstos mismos se reflejaban sobre un espejo que se movía constantemente volviéndolos a proyectar sobre las paredes. Salías mareado y entonces Juan te preguntaba: ¿Darías el negro?, sin la coma.